RADIOGRAFÍA (Rx)

El objetivo principal de este proyecto poético es ofrecer una MUESTRA RADIOGRÁFICA de la poesía que se escribe en la actualidad en la ciudad de GRANADA y crear, a su vez, un espacio para la REFLEXIÓN TEÓRICA sobre el "estado de la cuestión". En este sentido, todo escritor es bienvenido, todo lector admirado, toda participación agradecida.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

POÉTICA, JUAN CARLOS ABRIL

Un mal paso, lugar de paso


Uno tiene la sensación de que pasa buenas y malas rachas, y que las malas son ese tránsito necesario que hay que sufrir para llegar a las buenas. Pero mucho me temo que son tan importantes las malas como las buenas, porque sin esas malas rachas no podríamos comprender las buenas, y porque en realidad vamos recorriendo los distintos escalones del presente sin saber en ese momento, al margen de que nos afecte más o menos, qué será lo que nos va a quedar de todas esas etapas. Posiblemente poco, muy poco, quizás un poso de incredulidad y desconcierto que se pregunta, ¿fue aquello cierto?, ¿me sucedió a mí? ¡Hace ya tanto! A menudo se suelen ver también esas idas y venidas de los hados como pruebas de fuego que debemos atravesar y que forman parte de un aprendizaje largo y ancho que sólo acaba con la muerte.
Si de verdad la experiencia fue traumática, de las que dejan una cicatriz que no siempre el tiempo puede borrar, y enseñan realmente una lección, ese tipo de experiencias no son arbitrarias y sin ellas no seríamos lo que, a la postre, somos, puesto que a través de aquel dolor nos fuimos haciendo, nos fuimos formando, como si nos modelara. El aprendizaje no acaba, cierto, pero no es una lección infinita sino que en cada caso existen lecciones individualizadas, lecturas igualmente individualizadas como cualquier relato, muy complejas, fáciles de interpretar, con principio y final evidente, o no.
Una dura lección no se puede olvidar, sólo asimilar, mirarlo con distancia, como si fuera un prisma, deformarlo incluso en el tiempo y aplicarle diversos matices y estados de ánimo que nos lo muestren de otro modo, como si así intentáramos digerirlo mejor, como si al analizarlo exhaustivamente lo hiciéramos finalmente nuestro. No quiero decir que tengamos que pasar una experiencia de este tipo para poder llegar a ser felices sino que la mala experiencia nos espolea hacia la buena, un poco por inercia pero también con propia fuerza.
En efecto, lo que de verdad nos ayuda a comprender mejor esos reveses suele ser la forma de afrontarlos, no la racha en sí. Quizá, resumiendo, habría que decir que no existen rachas malas o buenas, sino modo de encararlas. Porque no suele haber rachas puramente malas sino que suele un golpe de la vida, uno de aquellos de los que hablaba Vallejo, por ejemplo, suele anular a todos los buenos instantes que hayas tenido en los últimos meses: su herida dura mucho más que lo que duran, por lo general, esas felicidades de lo cotidiano, que además están caracterizadas también por su fugacidad inaprensible. Cuando entendemos la felicidad como la suma de momentos felices particulares y exclamamos, “la vida es demasiado corta”, nos olvidamos de que la verdadera felicidad, según Epicuro, es un estado de normalidad emocional entre el éxtasis o la euforia y el dolor, una especie de apreciar el hecho de estar vivos para darnos cuenta así de que la vida no es demasiado corta sino, más bien, todo lo contrario. Sólo la diferente forma de entenderla es lo que nos cambia su percepción.
Y aquella herida, incluso si se ha curado, al pasar el dedo por la lisa superficie de la cicatriz, ¡puedes sentir tantas cosas! Es el pasado que vuelve, con su lección de sombras, aunque también se está acercando a la luz que te ilumina ahora, te sientes seguro porque sabes que te resguarda haberlo vivido, haber sufrido.
Sufrir es la palabra, la que nadie se atreve a pronunciar, ni a hacer suya.
Todo el mundo, lógicamente, se quiere quitar el sufrimiento de encima, nadie lo quiere para sí, huésped incómodo. Pero no resulta tan fácil. Por lo general no poseemos una voluntad de hierro para realizar aquello que nos proponemos, asediados por las inseguridades, por las obsesiones y las depresiones, las bajadas de autoestima que nos pueden arrastrar hasta el fondo de unos abismos donde sólo existe ansiedad y locura, desesperación y crisis. Como un espejo roto, los pedazos sólo nos devuelven fragmentos de uno mismo, trozos que nunca pueden completarnos, porque ellos forman parte de otra realidad distinta, separada de aquel primitivo e inalcanzable pasado donde, como una Edad de Oro, todas las piezas casaban unas con otras. Pero ya no. En este sentido hay que aprender a mirarse en el fragmento, en esa lección que el tiempo nos devuelve después de habernos enmendado, corregido, rectificado. Porque es el tiempo quien se ocupa de cambiarnos, nunca nosotros, inútiles para ese tipo de acciones que suponen dosis de voluntarismo, vitalismo, con la misma expectación que en las grandes aventuras, siempre dispuestos a vivir.
También en poesía —en la literatura se podría decir, pero hablamos, en sentido amplio, de poesía en tanto que literatura de creación— hay que vivir, experimentar, sufrir buenas y malas rachas; es más los poetas viven buenas y malas rachas como cualquier hijo de vecino en cualquier otra parcela o dominio de la vida, con la salvedad de que quien mejor las encare tenderá a superarlas en mejores condiciones de sacarle partido a esas mismas rachas o, por el contrario, sumirse en ellas, dejándose arrastrar unas veces por los laberintos de las pasiones y obsesiones, otras por el precipicio de la pereza, la negligencia, la apatía, la dejadez. Suele estar en el modo en encararlas la capacidad productiva, es decir, el método para volver poesía —no vamos a juzgar ahora si esa poesía es buena o mala, simplemente hablo de la capacidad de aprovechar los intersticios de nuestra fortuna personal rentabilizándolos en poemas, en libros, en literatura— lo que nos sucede. Es lo que me cautiva de algunos poetas, su vitalidad, su desesperación a veces por transformar lo que les pasa en poesía, por encerrarse en el mundo de las palabras e interiorizar sus experiencias en poemas. Porque bien es cierto que no todo el mundo es igual y porque no todo el mundo, ante una misma situación, por ejemplo, la muerte de la esposa, va a reaccionar de la misma forma. Lograr una simbiosis feliz de un hecho íntimo, y volverlo colectivo posee sus propios mecanismos expresivos, sus leyes y sus tradiciones, sus pericias expresivas.
Por supuesto que para la consecución de un texto cualquiera dependen otros factores, y que uno de los más importantes —quizá todo se encuentra aquí— sea que el autor se encuentre motivado, es decir en disposición, entusiasmado, picado —digamos— con la literatura, que experimente el placer del texto vivamente, que se encuentre cómodo en esa casa, la de las letras, a veces también tan inhospitalaria y fría. Si los libros son su recurso, no el último ni su refugio, ojo, sino un lugar donde vivir o residir, entonces se está en disposición al menos de una herramienta útil. Porque la poesía no es ajena a la narración de la vida, ni es solamente arte autónoma, ni es un código de signos arbitrarios puestos en algún sitio sólo para que parezcan estéticamente pertinentes, sino que la poesía es el arte de crear vida, una narración que nos hace comprender en mejor grado los vericuetos por los que transcurre, transmitiéndonos emoción, interesándonos por sus derivaciones, formándonos, en suma. La fuerza y la belleza de la palabra no poseen parangón posible.

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